PRIMERA PARTE
Cuando llevaba cerca de dos semanas trabajando en esta monografía, una persona muy cercana a mí me cuestionó por qué me gusta tanto el Rey de Amarillo. Confieso que me quedé atónito ante la pregunta, encontrándome incapaz de ofrecer una respuesta. Claro que me gusta el Rey de Amarillo y todo aquello que lo rodea, sin embargo, nunca me había detenido a analizar las razones que pueda haber detrás de ello.
Lo que Robert W. Chambers escribió sobre el Rey de Amarillo, tanto la entidad como la obra de teatro homónima, bien podría caber a ambos lados de una servilleta. A pesar de ello, la influencia que ha ejercido en varios medios a lo largo de más de un siglo es difícil, sino es que imposible de cuantificar. Con sólo un puñado de relatos medianamente relacionados, Chambers consiguió crear una de las más interesantes figuras de la literatura, con un poder de seducción comparable al de la ficticia obra teatral.
En esas breves pero definitivas pinceladas, Chambers abrió todo un nuevo frente en la narrativa de horror, acercándola a cuotas de carácter cósmico que encontrarían eco en Howard Phillips Lovecraft y muchos otros. Pero me estoy adelantando un poco.
Antes de ser una misteriosa e inquietante entidad que habita una ciudad iluminada por no menos misteriosas e inquietantes estrellas negras, el Rey de Amarillo es un libro capaz de enloquecer a cualquiera que lea todo su contenido. La idea de perder la razón por interactuar con un objeto es terrible, pero al mismo tiempo resulta poderosamente atrayente. Nos repele, pero también nos atrapa dentro de su órbita.
Algo que resulta desconcertante, es que el libro en cuestión no es un tratado de magia prohibida o un compendio de saberes arcanos o el testimonio de alguien que ha entrado en contacto con lo que mora en las esferas exteriores. Es algo tan inocente y mundano como el argumento de una obra de teatro, al parecer no demasiado buena, aunque haya sido escrita siguiendo los más elevados preceptos del arte. ¿Cómo se supone que funciona algo así? Al parecer, todo radica en el contenido de su Segundo Acto, del que claro, Chambers no vertió el menor atisbo en sus relatos.
Vamos, que el señor era un auténtico genio.
En verdad siento verdadera fascinación por los libros ficticios[1], desde el Segundo Libro de la Poética de Aristóteles, hasta Yes, I am a vampire, de Monty Burns, con prólogo de Steve Allen, el cual fue escrito por la versión vampírica de un universo alternativo de un personaje de una serie animada, que al mismo tiempo es una versión alternativa de nuestra propia realidad. Encuentro mucha magia en ello, y una manera más que digna de mantener vivo el misterio en el mundo.
Si algo no me agrada de la ficción fantástica es cuando se retira del todo el velo de misterio. Para mí no hay mayor decepción que cuando los personajes de Scooby Doo atrapan al villano y lo desenmascaran, revelando así que todo resulta ser racional y objetivo. Por eso me gusta el Rey de Amarillo, porque al final, aunque lo tengamos maniatado y a nuestra absoluta merced, descubrimos, no sin una dosis de delicioso horror, que él no lleva máscara alguna.
[1] No puedo dejar pasar la oportunidad de mencionar otros libros ficticios que provocan obsesión: El Libro de Arena, El Necronomicón y Handbook for the Recently Deceased
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